Mira a un lado y tienes el vacío, la inmensa caída, y la imponente montaña. Mira al otro, y tienes el vacío al suelo, el más peligroso, por el cual caer significa
iniciar la monótona y vacía rutina de día tras día. En estos términos el otro lado se siente
incluso más reconfortante para caer. Así que, frente a estas dos posibilidades, solo nos
queda mirar arriba, inmóviles frente a nuestro techo.
Hay muchas clases de techos, hay algunos de madera, algunos planos, de colores,
blancos, sucios, con bigas, hechos en baldosas (realmente impresionante), y otros
muchísimos, incluso paja y tierra. Pero alrededor de todo el mundo, cuando se mira todo
termina en lo mismo. Silencio total, nada, nada más que lo que nuestra cabeza ponga en
él, nada más que un recuerdo, el top 50 de tus peores errores, o el momento tan lindo
que tuviste en la tarde… Pero sobre todo lo que más te hace daño.
Mi techo es un lindo techo. Es algo así como… un televisor con estática (Así me dijo
alguien alguna vez). Es como un océano carrasposo de concreto, lleno de altos y bajos,
diminutos. Tan peculiar que en el pasado impulsó misiones de un pequeño Santiago
para alcanzar a sentir esa extraña textura con la yema de los dedos.
Cada noche, con todo apagado, la luz se mueve desde afuera, y la sombra de cada colina
de mi techo dibuja figuras, en ellas veo cosas. En él están mis más profundos
sentimientos, pensamientos, recuerdos, anhelos, verdades.
A veces pienso, y creo que mi techo sabe más de mí que yo mismo, y entonces, me
quedo dormido.